Su
mirada reflejaba cierto aire de soledad, se veía arrugada y casi aniquilada, era
fácil leer en ella un poema de absoluta tristeza.
Él
había estado tanto tiempo solo, que ya no tenía la más mínima noción de cómo
sonaba un corazón enamorado.
Pronto
lo invadió una ráfaga de desesperación, de ansias por encontrar a aquella mujer,
objeto de sus quimeras doradas en mitad de la noche.
Sabía
que bajo ninguna circunstancia podía sumergirse en el vaivén de otras vidas,
sin haber probado en esta, los placeres de cohabitar otro cuerpo.
Cerró
sus ojos negros, cuya fiel compañía eran unas preciosas y pobladas cejas negras
que escondían un universo paralelo dentro de ellas; y empezó a imaginarla, a
nombrarla, a soñarla, a pintarla con su mente, a volverla de carne y hueso, a
hacerla palpable a los sentidos.
La
dibujó con unas extensas cabelleras azuladas, en las que flotaban barquitos de
papel con miles de historias de amor escritas en ellos. Por un instante se
detuvo a contemplarlos mientras se dirigían a un puerto seguro.
Luego,
con sus pulgares moldeó los ojos, los hizo grandes, llenos de vida, expresivos,
atiborrados de unas largas y rizadas pestañas y de unas cejas que encajaron
perfectamente, en el cuadro de una mirada capaz de estremecer de suspiros los
días y las noches de aquel prófugo de la realidad.
Con
la palma de su mano derecha construyó una nariz pequeña y puntiaguda y una boca
de diosa: de labios rojos, suaves y carnosos y dueña de una sonrisa voluptuosa
y tan brillante como los rayos de los soles del firmamento.
Le
regaló unas orejas que se convirtieron en uno de sus más preciados tesoros, en
ellas reposaban sus besos, unos besos llenos de suave espuma que recorría incesante,
cada fibra de aquella mujer imaginaria.
La
hizo poseedora de una belleza irremediable y de un cuerpo adornado con un color
bronceado que sabía a gloria. Modeló sus pechos firmes y pequeños, para
eternizar en ellos las huellas de su pasión.
Le
regaló unas manos en las que pudo refugiar su rostro y que le permitieron a su
piel sentirse habitada y deseada.
La
hizo a la imagen y semejanza de sus esperanzas, que estaban sin rumbo, que
nadaban en zozobraba.
Aquella
maravillosa creación lo sacó de la monotonía, hizo que su cerebro bombeara
adrenalina a través de toda su existencia, reparando un corazón que casi
sucumbía de rodillas ante la muerte.
La
hizo tan perfecta, tan a la medida, que en un hálito de inspiración, decidió
evaporarse, irse a vivir con ella para siempre, en el inextinguible y pletórico
mundo de sus anhelos y antojos.
Y
sólo cuando la tuvo en frente y pudo mirarla a todo color, comprendió que sus
pulmones habían respirado un aire artificial durante toda su “vida”; que todos
los paisajes del mundo eran nada comparados con ella; que había estado muerto y
que aquel sueño era ahora su más vívida realidad.
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