Hablemos
de injusticias, pero de las verdaderas, de esas que te dejan deseando ser un
dios cualquiera, con un mínimo poder para voltear la verdad del mundo al
derecho.
Hablemos
de lo injusta que es la vida, que permite a manos asesinas cumplir con su
cometido, mientras que a las mías y a las tuyas les niega la posibilidad de
acariciar las pieles que desvelan nuestros sueños.
Injusta,
porque a ciertas lenguas les permite injuriar y blasfemar, mientras que a la tuya
y a la mía, les niega la visa para deslizarse por los cuerpos que hacen
reaccionar y crujir de deseo a nuestras entrañas.
Mil
veces injusta la existencia y sus alrededores, porque nos hace creer dueños y
señores, cuando en realidad somos lacayos mal pagados, marionetas de papel en
constante caída en picado.
Injusticia
que no tengamos alas, que no podamos volar hasta destrozar los límites impuestos
por las ansias de poder y de control.
La
verdadera injusticia es que no podamos volver al pasado para abrazar al niño
que fuimos, para decirle a la abuela viva de aquel entonces cuánto la queremos;
para no ofender al amigo que ya no está en el presente o para mirar a los ojos de
aquel amor y decirle que sí es correspondido.
Injusto
y cruel que no podamos canjear nuestras vidas por las de nuestros seres
queridos, que no podamos evitar ni sanar sus dolencias, miedos y tristezas.
Injusto
que a veces no tengamos la oportunidad de decir adiós para siempre y que no
podamos decidir el día, ni la hora, ni las circunstancias, ni la forma.
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