El
artista triste emprendió el viaje de su vida.
Un
día, hastiado de tantas musas de plástico,
tomó
su lienzo, sus pinceles y pinturas
y
se fue descalzo hasta la orilla del mar.
Una
vez allí, mirando hacia el azul y horizontal infinito de agua y,
empuñando
en sus manos la arena fina y nacarada de la playa,
dejó
rodar por sus mejillas todas las lágrimas que tenía presas en aquella cavidad
ocular de paredes claras y pestañas abundantes,
mientras
miraba al cielo, articuló un grito, como símbolo de desesperanza,
le
dolía tanto, que quedó tendido allí, a solas, en compañía de los milagros que
su angustia le impedía ver.
Las
olas lo arroparon, lo protegieron, acariciaron su piel, como si fuese lo más
frágil y puro de este mundo.
La
partitura de su arte se fundió con el agua.
Cuando
volvió de aquel letargo, de esa muerte momentánea,
se
encontró de frente con ella,
con
esa mujer, que era todo lo que había soñado,
se
encontró con su sonrisa de marfil,
con
sus cejas perfectamente curvadas y expresivas;
se
encontró con un cabello negro, en el que bailaban flores de loto,
con
unos ojos que contenían toda la verdad de la que había estado sediento.
Se
encontró con un cuello hecho expresamente para alojar los besos suyos,
y
con una sonrisa, unos senos y unas manos, que eran portales hacia lo divino,
hacia mundos nunca antes vividos.
La
tomó entre sus brazos y se aferró a ella mientras sonreía y el sol hacía su propia
obra de arte de colores de atardecer;
tocó
la piel suave de su espalda
y luego,
mirándola
fijamente, dibujó con su dedo pulgar el contorno perfecto de la boca…
le
parecía irreal.
Por
un momento pensó que había muerto,
pero
se dio cuenta que no, cuando al querer tocar las piernas de la mujer de su vida,
sintió un fuerte pinchazo que lo hizo sangrar.
El
mar la había esculpido para él, la había delineado con su magia y con su sal, como
el mejor regalo jamás dado a un mortal.
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