Ni
siquiera Galileo habría podido predecirte,
no
habría sido capaz de advertirme que finalmente llegarías
y
que mi mundo giraría alrededor de tu nariz,
alrededor
de la constelación en forma de corazón que se forma con las manchitas color café
de tu antebrazo derecho.
Nostradamus moriría nuevamente, esta vez
de vergüenza, al no ser capaz de prever las dulces catástrofes que causarías en
mis pensamientos.
Los satélites de la NASA fallaron al ver el
brillo que desprendías y no pudieron avisarme que te acercabas a mí, tan veloz
como la luz.
Nadie pudo precisar que tu nombre
comenzaría con S,
y que traías a la mismísima luna
iluminando tus labios y haciendo antesala a tu sonrisa.
Ningún mago de la Tierra supo decirme que tu
cuerpo estaría tejido de azules estrellas y de mariposas amarillas como las de
Gabo.
Ni todo el ingenio de Pizarnik, ni la
dulzura de Arreola, habrían sido capaces de describirte de forma exacta en un
poema.
Las matemáticas y la física están
sonrojadas de pena, ninguna de sus fórmulas pudo arrojarte a ti como el
resultado final.
Ninguna lectura del tarot pudo advertir
que llegarías para extinguir con tus manos mis lágrimas debajo de la ducha.
No hubo hechicera capaz de leer en las
líneas de mis manos la longitud de tu cabello, el color de tus ojos o del rímel
que los exalta.
Ni la naturaleza tan sabia y rica en
magia, aunque fuera en forma de secreto y en voz baja, pudo contarme que tus
labios serían mi obsesión, el trending topic en todos mis procesos corporales.
Ni mi sangre, ni el alma pura de un niño…
nada… nadie… pudo predecirte, ni siquiera tú misma, porque eres designio
divino,
Dios le dio una cachetada a mi
incredulidad,
te hizo con barro sagrado y celestial,
luego te puso delante de mis ojos,
y las flores,
y las mariposas
y las alas,
empezaron a nacer dentro de mí.
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