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Lo que nos vino en gana


Me quedé en silencio viéndola bajar por las escaleras. Aquella noche superaba a todas las diosas habidas y por haber. Su vestido satinado y estampado de flores era un sutil adorno que la volvía aún más misteriosa y codiciada. Todos los ojos allí presentes destinaban su accionar hacia toda ella… y sus ojos, sin embargo, tuvieron la ocurrencia de fijarse en mí.
Cuando se me acercó, me pidió un trago de whisky, y mientras me hablaba pude ver en el color de su labial y en los sugerentes movimientos de su boca, todo el fuego que la habitaba. Era un fuego que estaba dispuesta a hacer arder a como diera lugar.
En medio de la conversa, jugueteaba con sus rizos alborotados e inclinaba su cuerpo hacia mí. Después de muchos brindis, después de intensas miradas que iban y venían sin parar; después de algunos discretos roces corporales provocados por ambas partes, cedimos ante la lujuria, que sin ningún tipo de misericordia, consumía nuestras almas durante aquella velada.
Sus gemidos quedaron grabados en mis oídos, se convirtieron en una canción que se repite una y otra vez y que escucho a través de mis poros. La textura de su piel se trasladó a mis manos, no hay nada que se le parezca.
Aquella noche convertimos nuestros cuerpos en inauditas autopistas en las que nuestros dedos transitaban ansiosos y fascinados. Hicimos del amor y del placer lo que nos vino en gana.
Era casi de otro mundo, el halo de luz que envolvía su cuerpo a la mañana siguiente cuando se levantó de aquella cama, que había amanecido siendo el acertado sinónimo de un campo de guerra.
Y cuando nos despedimos, aquel colchón, testigo de nuestro casual encuentro, quedó llorando cenizas, y sólo el destino sabe si volverán a arder algún día.

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