La medianoche me recibe con una gala llamada insomnio. Los anfitriones
empiezan a asomarse rápidamente como ese millar de brillos que aparecen en la
oscuridad propia de los ojos cerrados. Los discernimientos existenciales
empiezan a tocarme el hombro, a halarme el pelo y a hacerme cosquillas en la
planta de los pies, cual niños obstinados en hacer travesuras. La masa gris se
convierte en el único órgano que late, respira y maquina.
A esta hora, casi muerta,
empiezan a llegar visitantes del pasado: recuerdos bonitos con olor a flores en
las manos. Recuerdos non gratos que, como las víboras que son, reptaron hasta
aquí con afán, para servirse de mí.
Pronto comienzan a personificarse los “Si yo hubiera” provocando
magulladuras de toda índole en el corazón del arrepentimiento.
El tiempo también se vuelve protagonista, me toma con fuerza por el
cuello, con ganas de ahogarme, y me observa con una mirada que recrimina y
genera repulsión en mis adentros; me hace caer en cuenta de que, aun siendo
abstracto, pasa cuentas concretas. Él es el rey, el jefe implacable de todos
los dioses, a sus pies todo el mundo, por debajo de él nada ni nadie.
Aparece después la virtud y me da un golpecito de aprobación en la
espalda, en conmemoración de las buenas obras; pero de inmediato rebate la
culpa, argumentando con voz acalorada en defensa de los agraviados, citando situaciones,
ofensas, lugares, horas y fechas, en impecable orden cronológico. Es entonces
cuando se origina en plena boca del estómago un remolino agobiante que, como
pólvora, se extiende por todo el ser, encontrando como desembocadura más
próxima los ojos.
Luego viene el turno de los resquicios de la autoestima, que llega con
sus consejos cliché: “perdónate”, “ámate” … ¡Como si fuera tan fácil! “Vive el
presente” -alcanzo a escuchar- Pero lo cierto es que la mente de cierta forma se
ancla al pasado y, los ojos, con binoculares, tratan de descifrar el futuro.
Una auténtica tontería, porque ante esos dos tiempos no hay nada que hacer: uno
está muerto, sin chance de resurrección y, el otro, aún no nace.
Aparece la manía de enumerar mentalmente las cagadas y ponerlas en un
cuadro comparativo con los aciertos, para comprobar que la balanza se inclina
hacia el lugar equivocado…
Y vienen las lágrimas otra vez, y se forma un pequeño revuelo en la
cama, que acaba con varias almohadas en el piso y un colchón sin sábanas. Viene
un apretón de cabeza, viene un grito oscuro y mudo, que invade el cabello más
tierno de la cabeza y pronto llega hasta el último átomo del cuerpo.
Y viene la calma nuevamente, y con ella una mirada absurda y ciega, que
no tiene conciencia de sí misma, porque la tambalean las fuerzas erráticas de la
negritud del momento.
Llegan los dolores producto del sentimiento de no encajar, los dolores
de tener en el pecho una etiqueta a la que todos apuntan con morbo.
Llegan los deseos de volver el tiempo atrás, los deseos de ser
superhéroes inmunes a las opiniones ajenas, los deseos de ser alguien más… los
deseos de migrar del propio cuerpo material y respirar, aunque sea por
segundos, la deliciosa realidad etérea…
Sale una última lágrima. El espíritu finalmente se rompe y desfallece,
para convertir el cuerpo en un pedazo de materia adormecida, con dolores que
flotan a su alrededor.
Así siempre. Así todas las noches en las que aparece el desvelo.
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