Hace
frío aquí afuera,
el
gris oscuro del ambiente
congela
mis venas, mi espina dorsal, mis pensamientos.
Es
mejor adentrarme en mi refugio predilecto,
con
los compañeros de siempre:
un
tibio café en el que se reflejan las nostalgias de mi rostro,
un
estante lleno de libros que charlaron conmigo hace tiempo atrás,
la
pantalla de un televisor, cargada de imágenes carentes de todo sentido;
la
cama que sostiene día a día, mi cuerpo desprovisto del pulso vital.
En la lista también está la música, que
por momentos,
le da cierta descarga eléctrica a mi corazón,
devolviéndolo
a la agónica existencia
en
la que le corresponde resbalar, y morir y resucitar,
una
y otra vez,
una
y otra vez,
privado
del libre albedrío,
sin
opción de escoger la muerte permanente
o
la vida eterna.
Y
así, día tras día,
se
repite la misma cadena de sucesos;
yo
sólo espero, en ocasiones con paciencia,
a
veces con rabia e impotencia,
que
más temprano que tarde
te
dignes a venir
y
alterar esta aplastante y poco benévola rutina.
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