Nos
conocimos en un día
completamente
inundado de normalidad,
todo
parecía estar en su sitio,
cuando
repentinamente
el
sol orquestó un plan inesperado y milagroso
y
empezó a brillar de una manera indefinible,
él
se encargó de esbozar un panorama perfecto
para
nuestra primera vez…
Cuando
nuestras miradas se encontraron
algo
insólito pasó a nuestro alrededor:
sentí
una fuerza etérea caminando a través de nuestros cuerpos,
pude
entender instantáneamente
que
nuestras vidas no serían las mismas.
Vestías
una camisa blanca
que
hacía juego con el halo de belleza
que
rodeaba tu boca atractiva y sublime,
me
regalaste una sonrisa calada de una dulce primavera inmortal.
Los
cinco segundos de cada día
en
los que podía verte
significaban
para mí una eternidad
acariciada
por pétalos embadurnados de amor.
Tus
gestos, movimientos y miradas
eran
mi inspiración,
eran
vida a todo color,
me
devolvían el aliento.
Aunque
nunca me atreví a hablarte,
despertaste
algo recóndito dentro de mí,
tocaste
a la puerta de unos afectos
que
dormían apacibles e inocentes;
fuiste
y eres la causa
de
una genuina conmoción interior…
Por
eso ahora creo en
todo
tipo de leyendas que versan sobre el amor,
yo
juraba que no existía
y
a través de ti,
él
mismo se encargó de silenciar mis creencias.
Nunca
me esforcé por ponerle un nombre a lo que experimenté,
fue
algo tan bello,
que
ni siquiera las más hermosas palabras de este mundo
eran
dignas de nombrarlo;
preferí
centrar mis fuerzas
en
la lluvia de efectos que le provocaste a cada uno de mis sentidos
hasta
entonces indiferentes y pasivos.
Sin
cruzar palabras, nos dijimos de todo.
Lo
nuestro fue un amor sin etiquetas,
un
amor de pocas palabras,
un
amor breve,
perfecto,
extrañamente
puro,
lleno
de autenticidad,
de
un significado absoluto,
un
amor que fue más allá de la piel
para
quedarse haciendo eco en mi hoy.
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