Sus miradas
se cruzaron en una mañana de febrero, la vida misma se encargó de unir sus
destinos utilizando como carnada una tímida sonrisa.
Su cabello
dorado fue lo primero que amó aún sin haberla conocido.
Al cabo de
unos meses, tras diarios encuentros, sus almas ya se pertenecían y de allí en
adelante serían historia eterna.
La primera
vez que sostuvo su mano, sintió un alboroto monumental en su corazón, seguramente
se asustó, porque reconoció la caricia del ser por el que de allí en adelante
seguiría latiendo.
El primer
beso que se dieron, tuvo a los más hermosos testigos: las preciosas flores de
color naranja de un jardín y un gatito de piel ceniza y ojos azules; tomó su cara
entre sus manos y mirando fijamente sus labios, la besó… lo hizo con un
sentimiento tan indescriptible, que la dulzura, la pasión y la ternura llegaron
a sentir envidia.
Después
aparecieron los “te amo” y se manifestaron a punta de bolsas de regalo en las
que ella le envolvía sus besos, unas cuantas miradas, su hermosa sonrisa y por
supuesto, la magia de su pelo.
Sus cuerpos
pronunciaron el amor a la luz de un gran deseo, que tuvo como secuaz a una
acalorada luna roja.
Se dispuso
a soltarle el moño que contenía su rebelde cabello y observó con embeleso y
maravilla, la manera tan sensual en la que lo apartaba de su cara; al cabo de
un pequeño momento, posó sus manos en la cintura de ella y le dio dos besos en
la boca –valga decir que iban cargados de un grado superlativo de pasión- luego
besó en repetidas ocasiones la parte izquierda de su cuello y sus manos se
deslizaron lentamente hacia el primer botón su blusa, buscando deshacerse del
último obstáculo que les quedaba para empezar a narrar el verdadero amor en
primera persona.
Una vez al
desnudo, sus manos cataron el exquisito sabor de esa inigualable piel y sus
labios recorrieron con detenimiento y suavidad los lugares sagrados de aquel
paisaje que sus ojos tenían el exclusivo milagro de contemplar.
La tomó y
le hizo el amor a sus ojos, a su nariz, a su boca, a su vientre, a su espalda,
a sus manos, a sus orejas, a cada parte de su cuerpo, a su esencia.
Al
terminar, entrelazaron sus manos, se abrazaron fuertemente y no durmieron
porque la felicidad que recorría sus venas, no se los permitió. Durante todo
ese tiempo permanecieron en total silencio, y podían escuchar con claridad el
sonido de sus corazones aplaudiendo a la vida por semejante espectáculo que se
les había permitido presenciar.
Ciertamente,
esos dos seres, pronunciaron el amor medio millón de veces más. Varios soles
han salido y se han ocultado desde la última vez, por designios de ese mismo
destino que por un instante se empeñó en hacer coincidir sus miradas, hasta el
día de hoy, sus caminos no se han vuelto a cruzar; de seguro se extrañan con
desesperación, y aunque miles de kilómetros separan sus cuerpos, sus almas
están más unidas que nunca y a diario evocan aquel divino e insuperable momento,
aguardando por la oportunidad de hacerlo realidad una vez más.
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